¡A GARROTAZOS!

   Al terminar el año 1870, España elige rey. Dos años de negociaciones han sido precisos para encontrar un candidato que acepte serlo, para cambiar, no sólo de monarca, tras la marcha de Isabel II, también de dinastía. Ya Prim lo había dejado dicho hasta tres veces en su discurso de los “tres jamases”(1), de rechazo a la dinastía borbónica. El “afortunado” es el duque de Aosta, don Amadeo de Saboya, que alcanza la mayoría en las votaciones celebradas en las Cortes Constituyentes el 16 de noviembre. Obtiene don Amadeo 191 votos, por encima de los 28 del duque de Montpensier, muy quebrantado su prestigio tras el duelo con Enrique de Borbón, en el que éste resultó muerto; los 8 del general Espartero, los 2 obtenidos por el príncipe Alfonso y 1 de la duquesa de Montpensier. Como no todos los diputados son monárquicos, la República federal obtiene 60 votos; y como unos 20 no son ni una cosa ni la otra, votan en blanco.

   Si poco es el entusiasmo de don Amadeo por ser rey de España, el de su padre, el rey Víctor Manuel II, es por el contrario intenso y vivo.  Satisfecho éste de que su hijo ciña la corona de España, pronto va a recibir a una comisión de diputados españoles llegados a Florencia para comunicar la elección de las Cortes españolas.

   El 26 de noviembre, a bordo de las fragatas Numancia,  Villa de Madrid y Victoria, un selecto grupo de políticos partidarios del nuevo rey viajan a Florencia para comunicar al duque de Aosta su elección. Acompañan al presidente de las Cortes don Manuel Ruiz Zorrilla, entre otros, pues muchos se apuntaron al viaje, los escritores López de Ayala y Juan Valera, Romero Robledo, el marqués de Sandoval o don Pascual Madoz,  que fallece en Génova, durante el viaje.

   Había preparado el presidente Zorrilla el discurso que debía pronunciar en Florencia ante el nuevo rey, pero por un descuido en la oficina del presidente, por sorpresa se ve el discurso publicado en la prensa poco antes de zarpar los barcos hacia Italia. Encarga entonces Ruiz Zorrilla a Valera que le prepare un nuevo discurso, pero no satisface lo escrito al presidente y diputados que lo oyen. Tampoco las letras del periodista don Carlos Navarro Rodrigo gustan a los expedicionarios que lo escuchan, hasta que Romero Robledo, sin que nadie se lo encargue, escribe y lee un discurso que, ese sí, es del agrado general entonces, y del rey Víctor Manuel y su hijo Amadeo después, cuando se lee en el Palacio Pitti de Florencia.

Sólo Victor Manuel estaba complacido con la elección y aceptación
 del trono español por su hijo, que al fin había cedido a sus deseos.
Eran muchos los temores en el resto de que España pudiera ser
para Amadeo el nuevo Querétaro de un nuevo Maximiiliano.

   La estancia de los enviados españoles no puede causar peor impresión en don Amadeo. Como si quisieran certificar con su comportamiento la situación de desorden y radicalidad existente en España, anticipo de tiempos peores que Amadeo parece vislumbrar, los diputados se comportan en tierra extranjera con la mezquindad de quienes sólo miran para sí o los suyos. Tratando de atraer hacía su causa al futuro rey, no pierden ocasión para criticar del modo más feroz a sus compatriotas de la oposición. Ora los zorrillistas son quienes procuran desacreditar a los de Sagasta, ora son estos los que, con las mayores invectivas, despellejan a los de Ruiz Zorrilla.

   No resulta extraño que sea por aquel tiempo cuando el poeta Joaquín Bartrina, en uno de sus arabescos, escriba acerca del inveterado cainismo que entre los españoles hubo y aún subsiste la siguiente estrofa:

                       Oyendo hablar a un hombre, fácil es
                       acertar dónde vio la luz del sol:
                       si os alaba a Inglaterra, será inglés;
                       si os habla mal de Prusia, es un francés;
                       y si habla mal de España, es español.

   Terminado el cometido oficial de la comisión, los diputados y el joven rey electo zarpan rumbo a España, llegando a Cartagena el 30 de diciembre. Nada más desembarcar, pregunta don Amadeo por el general Prim, posiblemente es el conde de Reus su único amigo en España; pero el general no está entre los que le esperaban en el muelle. El general está en Madrid, y agoniza en su lecho desde hace tres días cuando varios encapuchados tirotearon su coche en la calle del Turco, hiriéndolo de muerte. Sin poder dar la bienvenida al rey, Prim muere el mismo día de su llegada. La perdida de su protector no parece el mejor augurio para un rey...

   (1) Del discurso pronunciado por don Juan Prim, el 22 de febrero de 1869, en las Cortes: «… No debe aplicarse la palabra jamás, pero es tal la convicción que tengo de que la dinastía borbónica se ha hecho imposible para España, que no vacilo en decir que no volverá jamás, jamás, jamás».

   Nota: Sobre el asesinato del general Prim puede leerse la entrada: El XIX. El rey llega y yo me muero ¡Viva el rey!
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RUEDA

   El viajero camina por tierras de Castilla la Vieja, por tierras próximas al río Duero. Tierra de mucha historia, tierra de arte y tierra de vinos. Y esto último no lo dice el viajero por capricho o por decir. Porque de Rueda, villa de no mucha gente, hay monumentos que ya quisieran para sí otras villas y hasta ciudades, y se elaboran vinos blancos tan reconocidos que sus bodegas y tiendas siempre están llenas de público.

   Pero no es sólo de vino de lo que el viajero quiere hablar. Primero quiere hablar de lo que a primera vista más llama la atención y da fama a la villa: la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, tan blanca, con sus dos torres cilíndricas en la fachada con su pórtico de piedra. Dicen que es uno de los más bellos exponentes del barroco vallisoletano. El viajero, que supone que quienes esto afirman lo hacen con conocimiento de causa por haberlo visto todo, no lo pondrá en duda, pues de lo que lleva visto en Valladolid y aun en otros lugares, esta iglesia le parece proporcionada, original y bella. Del interior llama mucho su atención el retablo, obra del escultor Pedro de Sierra, y al mismo, pues Sierra era también arquitecto, se atribuye la hermosa fachada del templo.

Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción.
 
   El viajero, desde la iglesia de La Asunción,  da unos pasos hacia el Sur por la calle Real, antigua carretera que une Tordesillas con Medina del Campo, deja atrás el ayuntamiento, y enseguida ve la segunda joya que adorna la villa: la ermita del Cristo de las Batallas. Recibe este nombre la ermita por el Cristo homónimo que guarda en su altar, pero popularmente se la conoce por el nombre del Cristo de la Cuba. Con un poco de imaginación hay quien dice que el aspecto octogonal de esta obra barroca recuerda a la forma de las grandes cubas de vino. No queda muy conforme el viajero con esta opinión; pero sí muy complacido al conocer la razón de tal apelativo. Siendo zona vitivinícola desde tiempos de Alfonso VI,  cuando llegaron desde el norte de África las hoy famosas uvas de la variedad verdejo, no resulta extraño que cuando los rodenses quisieron levantar la ermita su contribución fuera en especie. Construyeron una gran cuba y en ella los mozos, o sus familias, antes de partir a las guerras, vertían el vino que luego era vendido para sufragar la construcción del pequeño templo terminado de erigir en 1734.

Ermita de la Cuba

   Visto todo, al viajero sólo queda llevarse un recuerdo del lugar. En una de las tiendas que hay a la salida del pueblo, el viajero compra unas botellas de los caldos locales, hoy ya con su propia denominación de origen Rueda, para regalar unas y para sí alguna otra, y sigue su camino por tierras castellanas.
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